El alto precio de no cumplir
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En las noches, junto a mi hija, escuchamos cuentos para dormir. Esta semana hemos escuchado un cuento sobre una princesa egoísta y caprichosa que pierde una bolita de oro con la que estaba jugando. La bolita de oro cae a un pozo profundo y la princesa se lamenta por no poder recuperar su juguete. Una ranita que vive en el pozo, conmovida, le dice a la princesa que rescatará la bolita de oro, si la niña le promete que serán amigas. La niña acepta y cuando ha recuperado su bolita de oro, olvida lo acordado, por lo que la rana muy molesta va hasta el castillo de la princesa a decirle al rey que su hija ha incumplido su promesa.
El cuento me ayuda a entender por qué en Colombia la gente ha salido a las calles a protestar contra el gobierno. La crisis de gobernabilidad que vive el país, en medio de la pandemia, se ha alimentado de la poca capacidad del gobierno de cumplir acuerdos que eran necesarios para la sociedad colombiana. Este incumplimiento ha provocado una profunda brecha en la confianza de la ciudadanía hacia las instituciones.
Acuerdos de paz, acuerdos anticorrupción, acuerdos para respetar y garantizar el derecho a la protesta social, promesas de no aumentar los impuestos : son acuerdos con los que los dirigentes del país se han comprometido, después de que la sociedad civil los ha demandado a través de muchos mecanismos participativos; entre esos, la protesta social. Sin embargo, a un año de terminarse el actual gobierno, esos acuerdos han sido irrespetados. En el paro nacional de 2019 el gobierno convocó a diferentes sectores de la sociedad a participar en espacios de diálogo cuyo balance es negativo. Nada de lo que se mencionó en los espacios de diálogo fue tenido en cuenta para presentar soluciones de fondo. El diálogo no existió y nada se cumplió. Esa crisis de confianza es la que hoy en día mueve a las personas a salir a manifestarse y cobra 47 víctimas, todas jóvenes, más de 400 desaparecidos y cientos de personas heridas, incluyendo jóvenes que hacen parte de la policía nacional y también jóvenes indígenas.
El caos social que vivimos hoy en día no es a causa de la protesta social; la responsabilidad directa la tiene el gobierno central y dirigentes políticos de extrema derecha, quiénes además de incumplir acuerdos, han subestimado las demandas de construcción de paz, instaurando discursos de odio y narrativas guerreristas. Las consecuencias de esto son claras. En las ciudades se organizan grupos armados privados para atacar a los manifestantes; portan y usan sus armas frente a los ojos de la policía, como ocurría en los peores años de la violencia del narcotráfico en la década de los 80. Las dinámicas de violencia paramilitar y paraestatal que por décadas han puesto de rodillas a las zonas rurales, se tomaron las ciudades para acabar la movilización social. Lejos de rechazar estos actos, el gobierno sigue estigmatizando la protesta social; invita al diálogo, pero no detiene ni investiga los abusos policiales, y mientras invita a la calma, los jefes de los ministerios siguen asociando el terrorismo con el legítimo derecho a la protesta social.
Una narrativa falsa
Además de negar la posibilidad de un proceso de paz integral, que permita la necesaria reconciliación del pueblo colombiano, el gobierno se ha caracterizado por justificar o explicar sus incumplimientos a través de eufemismos o acomodando cifras y datos que no explican la realidad del país, sino una narrativa sesgada, acomodada a los intereses políticos particulares. Cuando la gente protestó por la muerte de líderes sociales, la respuesta del gobierno se concentró en criminalizar la labor de algunos líderes y estigmatizarlos. Cuando la gente protestó por una reforma tributaria que castigaba a la clase media, el gobierno llamó a la reforma “un acto de solidaridad”. Cuando se denunció el incremento de masacres en los territorios, el gobierno decidió llamarles homicidios colectivos. A los manifestantes les llaman vándalos, a los menores, víctimas de reclutamiento forzado los llaman “máquinas de guerra”. No son pocas las denuncias de abusos por parte de miembros de la policía y del ejército nacional contra la población y cada vez que ocurre un hecho que lamentar, el gobierno propone otro eufemismo para evitar buscar soluciones reales a problemas estructurales.
Este sentimiento de desconfianza se exacerba en el marco de la protesta social cuando la primera respuesta del Estado es desplegar un performance violento y autoritario para contener la movilización, sin darle espacio a las razones que la motivan. Helicópteros sobre vuelan las ciudades horas antes de las manifestaciones, se despliegan grupos de contención -ESMAD- por todas las calles, se usan tanquetas, bombas aturdidoras y gases lacrimógenos. Todo hace parte de un escenario estratégicamente montado para debilitar la protesta volviéndola un campo de batalla. Con cada protesta que termina de modo violento, la clase política se compromete a fortalecer el enfoque de derechos humanos entre los cuerpos de la fuerza pública, con capacitaciones para policía y ejército. Los resultados de esos compromisos siguen si verse. Lo que sí se sabe es que con cada nueva protesta el número de personas muertas aumenta y que la estrategia para contener la protesta social en Colombia se diseñó con el apoyo de un asesor internacional que impartió cursos basados en teorías antidemocráticas, sin el prometido enfoque de derechos humanos.
Cuando el gobierno decide responder a la protesta social mediante el uso desmedido de la fuerza, provoca un escalamiento imparable de la violencia. Los manifestantes se sienten constantemente amenazados por las acciones de quienes tienen el monopolio de la fuerza y el miedo y la intimidación pueden generan reacciones violentas. Seguramente esto ya lo sabe el gobierno colombiano, pero no es relevante ni se ajusta al discurso guerrerista bajo el cual quieren gobernar. Ante la crítica situación, la respuesta del gobierno ha sido llamar a las autoridades locales a militarizar las calles, sin tener la precaución de que, al promover el uso de la fuerza con una de las partes en conflicto, invita a que otros actores en conflicto también respondan con actos violentos y desmedidos. Todo esto se podría evitar si el gobierno diera el tratamiento adecuado a la protesta social desde un enfoque preventivo y si la respuesta a la misma fuera pacífica, orientada hacia el diálogo y la concertación.
El peligro de ser joven en Colombia
Por más de cinco años han sido los y las jóvenes, quienes han liderado la movilización social en Colombia. La fortalecieron de mil formas, apropiándose de la creación de medios independientes, plataformas y espacios colaborativos. No obstante, con cada movilización nueva, el número de jóvenes víctimas de abusos en el marco de la movilización, se incrementa. Además de las 47 víctimas de esta protesta, están los 13 jóvenes que murieron en Bogotá a manos de miembros de la fuerza pública en las marchas que se realizaron en 2020 y también contamos las víctimas del paro nacional de 2019. Para colmo, la protesta social no es el único escenario donde la vida de jóvenes es amenazada, pues en solo este año ya se han contado tres masacres donde niños y jóvenes han sido torturados y asesinados.
Es urgente que la comunidad internacional sepa lo difícil y peligroso que es ser joven en Colombia y que acompañe y exija la aplicación de mecanismos efectivos que protejan la vida de los jóvenes. Muchas veces las personas jóvenes con las que trabajo buscan alternativas en el marco jurídico internacional para denunciar y condenar la violencia sistemática de la que son víctimas, pero todas las opciones son complejas en su ejecución o no están cerca de sus posibilidades. Las redes sociales han servido para evidenciar situaciones graves, como la que vivimos ahora, pero la realidad es que los derechos humanos de la población joven son vulnerados de forma permanente y la juventud no tiene aliados en la comunidad internacional que ayuden a sentar un precedente jurídico o que sancionen a un gobierno por los crímenes que se cometen contra esta población.
Es urgente que la comunidad internacional exija al gobierno colombiano un cese de la violencia por parte de la fuerza pública, y que investigue y castigue estos delitos y los que involucran a civiles armados, pero también es urgente que a la luz del artículo 20, párrafo 2º del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y del Plan de Acción de Rabat, condene el papel del gobierno generando discursos de odio y exija la erradicación de éstos discursos así como de los mensajes que algunos funcionarios y ministros hacen diariamente, condenando a la población colombiana a vivir en un estado de guerra y confrontación interminable.
Los colombianos hoy buscamos el apoyo de la comunidad internacional como mediadores y garantes de un diálogo constructivo, consciente y honesto que por una vez le cumpla a la sociedad colombiana y que sea el paso para lograr las transformaciones que urgentemente requerimos. El exceso de muerte, dolor y angustia nos llevan a buscar espacios y oportunidades de diálogo con los cuales podamos salvaguardar la vida rápidamente. Sin embargo, las opciones de diálogo que ofrece el gobierno no contemplan una transformación en los discursos que manejan. No dan lugar al reconocimiento de responsabilidades y no contemplan una mediación externa e imparcial que genere confianza. El gobierno no se ha comprometido nunca ni ha interiorizado un discurso real de construcción de paz y reconciliación, su capacidad de diálogo es mínima.
“No aplasten nuestros sueños”
Toda mi vida he trabajado con la juventud y nunca he podido entender cómo la sociedad colombiana y quienes gobiernan, siguen subestimando el trabajo tan importante que hacen por el país. Nutren la democracia con mecanismos de participación innovadores y creativos, trabajan proyectos asociativos con comunidades vulnerables; fomentan espacios de diálogo a los que a veces no llegan más de 6 personas y aun así insisten. Los conozco soñándose políticas educativas, diseñando campañas para defender la vida, ilusionados levantando espacios de reincorporación para excombatientes, o como investigadores, tratando de entender la historia del país, destapando fosas comunes, llegando a lugares del país que la mayoría de la población no conoce; los veo trabajando para que seamos un país con memoria, haciendo documentales, pintando murales; los he visto marchando, y también los veo morir a manos de una política extremista que abraza el uso de la violencia como única alternativa para mantener el orden y la seguridad. Son una generación fuerte, preparada y en extremo generosa con un país que no les ha dado oportunidades ni la posibilidad de soñar con un futuro.
Hoy en día quienes lideran la protesta social hacen parte de una generación joven que se siente decepcionada y frustrada. Al ver cómo los intereses políticos de los dirigentes de turno acabaron con la oportunidad de vivir y crecer en un país sin conflicto armado, sin muertes violentas y con menos desigualdad. Tal como en el cuento que escucha mi hija, el gobierno, egoísta y caprichoso ha incumplido los acuerdos que ha hecho cada vez que requiere el apoyo de la sociedad para mantenerse en el poder. Lo lamentable es que el precio por su incumplimiento lo estamos pagando con vidas jóvenes y ese es un precio altísimo que nunca terminaremos de pagar.